Ascenso al Chimalhuache

La pendiente de la calle va acentuándose a medida que avanza el carro. La calzada se hace estrecha y las viviendas se van espaciando cada vez más entre sí. Pronto empezamos a transitar por espacios abiertos cubiertos por una capa de hierba despeinada. El camino se vuelve una vereda destapada sobre la cual las llantas se deslizan, levantando polvo que queda detrás, como una estela. Ahí, ante nosotrxs, aparece el cerro Chimalhuache. Estacionamos en un terreno baldío que colinda con un conjunto de construcciones abandonadas. En seguida, emprendemos la marcha hacia la cumbre mientras la tarde va cayendo y el aire se va enfriando. A medida que subimos, el viento sopla más fuerte y el aire se limpia. A cada paso se desprenden rocas de tezontle bajo nuestros pies, o se deslizan montones de tierra delicadamente sostenidos por las raíces de algunos arbustos. El sonido de nuestras pisadas se escucha claro y fuerte, como un crujido. Los ruidos de los carros y la gente transitando por las calles chimalhuacanas, por el contrario, ya no se escuchan. Aparece una cueva en medio del cerro, tragándose la poca luz que queda del día. Más arriba, en la punta, la ciudad se siente lejana: se abre a la vista como un mar de luces encendidas.

Gastro-catastro en Chima

El deportivo San Lorenzo de Chimalhuacán es un racimo de canchas situado en la base poniente de los lomeríos cubiertos por la urbanización abigarrada que ya desde hace tiempo volvió forzado el dato oficial de alrededor de 600000 habitantes en este municipio. Vistas desde el deportivo, las laderas concatenan bardas y fachadas grises como si fuesen las espectadoras de su graderío. Para llegar, pasamos calles sin banquetas que aseguran cuotas cotidianas de conflictos por esa oclusión que no le dio a lo público lugar suficiente para acomodarse.

Alta es la densidad de los desplazamientos. En un lugar donde hace treinta años había lagunas, y hace cincuenta huertas y manantiales, los viandantes se disputan el espacio con los vehículos, decantando un regusto de azoro remiso en el ánimo de quien ya había transitado en Chima, como le llaman en corto los lugareños jóvenes.

Cuando el sol que despunta deja de cegar, lxs integrantes del colectivo nos agrupamos sobre el leve plano inclinado de arenisca donde están los trazos con cal de la cancha grande del deportivo y observamos. Detrás de los muros y rejas se notan frondas arbóreas. Muchas. Como murmullos verdes contra el preconcepto que tiene a Chimalhuacán por epítome del desastre urbano sin concesiones o lo gasta en la befa de sociales al hablar de los peores lugares jamás visitados. Asomadas arboladuras desde adentro del laberinto sin parques. ¿Cómo en el lugar sofocante del espacio los árboles no fueron desterrados por completo de la panorámica? ¿Tras la pérdida del espacio público varios particulares decidieron que no todo podía ser cemento en su predio? ¿Frente a qué se perdió la arboladura en lo público? Desde la escala que nos descubre los árboles amurallados, las visiones en pugna que levantaron Chimalhuacán a partir de la pala y la mezcla parecen una clave de su textura.

Parte del grupo de anfitriones que nos recibieron en San Bernardino hace unas semanas ahora nos encuentra en el vértice noroeste de la cancha, donde hay una carpa de evento social próxima a un cobertizo de palos o tlecuil que ya por fuera de la futbolera línea de fondo deslinda su ámbito con una cerca de magueyes, nopales, arbolitos y rocas basálticas del tamaño de un buró y con algunas horadaciones como pequeñas cazuelas. La primera anécdota que nos regala el nuevo día sale de Abraham: “defendí aquel árbol porque ya lo querían tirar, como tiraron toda la hilera de árboles que había hasta aquel que quedó”, y señala un pirul robusto y ramificado al modo anguloso de las poses egipcias. ¿A razón de qué el afán contra los árboles? – preguntamos.  “La creencia de que un terreno es útil para venderlo en la medida que es plano y sin obstáculos para construir en él. A eso la gente le llama limpiar” – y el gesto de Abraham denota que se trata de una mentalidad, esa que antagoniza con la de quienes valoran como él la tierra, la naturaleza y la preservación del modo de vida lacustre.  En otros sitios y casos hemos visto que hay una pulsión molesta con la verticalidad viva del árbol y su “basura” sobre la calle o las parcelas. Aquí, sin embargo, dicha acción, motivada por la necesidad de asentarse, cobró la magnitud de un movimiento social que se asumió de fundación.

Pasamos a unas sillas debajo de la carpa y vemos que en el cobertizo comienzan las labores comunitarias para la preparación de una comida para todxs. Este grupo de anfitriones ya nos había dicho en otras visitas que, en este contexto periférico, se trata de una práctica colectiva de resistencia afiliada a los significados antiguos. Pero aún es temprano, no habíamos desayunado, por lo que comemos tamales y atole y sentimos el tibio ascenso del sol detrás del cerro, mientras grupos de vecinxs se ejercitan dando vueltas a la cancha.

El apetito saciado a tiempo quizá regaló la siguiente percepción. Los postes del tlecuil y su delimitación ígnea y vegetal en ese rincón del amplio claro de la cancha parecen un muelle en seco al que llegamos, y cuyos materiales y elementos no son una casualidad respecto a su uso de resistencia alimenticia y comunitaria. A esa percepción la sigue un comentario de Abraham que me sorprende, porque justo habla sobre las estructuras que lxs vecinxs de la visión contraria pretenden colocar sobre el área de la cancha: “me dicen pendejo porque no acepto el arcotecho y el pasto sintético”. Los arcotechos se convirtieron, por su tamaño sobresaliente en la visual periférica, en la obra pública para la validación de las relaciones de toma y daca a la que tradicionalmente se avoca la oferta política hacia las comunidades. Se trata de un cobertizo de lámina encañonada a medio punto, parado en columnas mixtas de concreto y armazón, dirigido por la política estatal para cubrir patios escolares o parques comunitarios de modo visible.  Consigue el favor de los adultxs para que sus hijxs jueguen o rindan los honores protegidos del sol y los chubascos. Una techumbre blanca y bodeguera que se ha cotizado como si fuera dosel o baldaquino, y que incluso provoca el recelo de algunxs que no la han podido obtener para sus comunidades. Abraham está en contra de un arcotecho en Chimalhuacán, pues aprecia más la tierra que pueda recibir el agua y el panorama sin contaminación visual añadida.

La experiencia de conocer Chimalhuacán a partir de la escucha de lxs defensorxs de sus remanentes naturales y lacustres puede presentarse como el péndulo que va de la anécdota y/o el diagnóstico de una devastación del medio ambiente originario a la práctica consecuente para aliviar la herida que deja en la conciencia, buscando el paso hacia otra posibilidad. De ahí que Abraham, Elvira, Araceli, Concepción, Virginia, Omar, Remedios y todxs sus amigxs y parientes elaboran binomios de ofrendas y verbenas para convidarnos con el trasfondo del ofrecimiento que del abismo hace brotar vida como fruto, aroma, sabor y tiempo compartido. Vivir es convidar y convivir en el espacio activado por la ofrenda. Que a la tierra proveedora el ritual  circular de la ofrenda la vuelva comensal principal del banquete es una práctica restaurativa en la conciencia, a la vez que política de manera inversa a la que ha prevalecido.

Uno de nuestros trayectos por la vía apretujada de Chimalhuacán tuvo por destino el hogar de Aldo y Antonio, localizado al final de una sucesión de calles-grecas con nombres que evocan el pasado agro-lacustre. Ahí transpusimos las bardas y vimos los árboles de aquella primera observación, erguidos en un patio urbano de cemento. Se trata de olivos de traspatio. Los hermanos, que son de unos cuarenta y tantos años, nos cuentan de la aceituna cosechada y conservada por cada familia conforme a una receta distintiva. Pasamos a la cocina contigua al patio y nos reencontramos con doña Elvira y doña Araceli, quienes hace unas semanas nos iniciaron en el conocimiento del pato en San Bernardino, y ahora ya preparan tortitas de ahuautle. Aldo nos da a probar la diferencia entre dos recetas de aceitunas, y nos platica del clima mediterráneo que vuelve posible esta tradición desde el siglo XVI en que llegaron los primeros olivos. Nos hacemos un taco de aceitunas. El hueso en el bocado parece la embajada de las dificultades espaciales.

Me iba concentrando en la preparación del ahuautle y ya me había atrapado el aspecto de conjunto de los recipientes sobre la mesa de las cocineras, cuando Aldo comienza un relato que arrebató mi atención. Cuenta que él tuvo patos como mascotas con los que hace 30 años bajaban a la laguna de Xochiaca, y si él regresaba antes a su casa, al rato los patos regresaban a la querencia por su cuenta. Los imagino subiendo la cuesta con el atardecer de fondo. La avenida por la que pasamos antes de ingresar a la trabazón de calles-grecas era parte de la laguna. Fue ineludible vincular este relato con el recorrido del que formé parte en enero, como parte de la lucha por revertir y detener el daño territorial producido por el NAIM. Estuvimos en la más reciente obra de desecación contra el lago: el Colector General de los Ríos de Oriente. Una pista tan ancha como río tropical, pero de losas de concreto para no perder volumen por absorción y acelerar la velocidad de desalojo del líquido de los nueve afluentes orientales. Esa plancha es el manifiesto más reciente del “No lago” conseguido mediante pases de ingeniería: un gol anhelado por el sector del público que fue deslumbrado por los renders y las prospectivas del NAIM. La plancha del nuevo colector se hizo sin los fastos monumentales de la caja colectora del desagüe porfiriano, erigida en Zumpango hace más de 150 años. Al ras de lecho lacustre, como subalterna crucial para el megaproyecto, es neoliberal en su escueta amplitud extractiva. Consiguió reducir a medio sexenio la desecación de la laguna Xalapango y la laguna Texcoco Norte y sus sistemas de humedales, de los que la laguna Xochiaca fue próxima y tal vez parte 30 años atrás. Sucesión de desagües históricos, hace seis años el NAIM recibió la estafeta para expulsar aguas de sistemas de humedales y lagunas periféricas que en su prioridad centralista y urbana las empresas previas de desagüe no se propusieron capturar.

La idea del lago de Texcoco desde los primeros pasajes de la desecación es la del lago antiguo muy mapeado y recreado. Pero las lagunas y humedales que no fueron objeto de dichas obras sostuvieron un modo de vida lacustre a lo largo del ámbito ribereño, sin contar con el rango documental necesario para atraer el imaginario sobre la idea “lago de Texcoco” en el público urbano. Ese hueco cognitivo sigue presente cuando alguien afirma que el lago de Texcoco desapareció hace siglos.

Entonces le preguntamos a Aldo: ¿cómo es posible que luego de la desaparición de la laguna de Xochiacha se mantenga un clima mediterráneo? “Los cimientos son húmedos. Abajo pervive el lago. Chimalhuacán sobrevive porque hasta sus cerros baja un brazo de agua subterránea desde el [monte] Tlaloc”. Parece que en su respuesta el agua de venero hubiese alumbrado. Un lago no sólo es recipiente de aportes superficiales, pues su profundidad es instancia de intercambios hídricos, de flujos que también llegan por debajo a donde ya estaba el agua. Por experiencia de llegar al lecho húmedo cuando se cavan cimientos, en Chimalhuacán intuyeron la continuidad de los flujos entre los montes altos del oriente con su territorio. Humedad que las raíces de los olivos encuentran.

Probar el ahuautle, hueva del mosco ajayacatl que desova cuando se reparten manojos de hierba en los tulares de las charcas y canales, nos confronta con el hecho de que la gente del sitio valorado como enclave de marginación urbana tiene el mejor alimento de la cuenca obtenido de su territorio.

La complejidad simultánea con que la realidad prolifera escurriendo desde dos visiones antagónicas que actúan sobre la región la lee más de una persona que la vive. Virginia, la profesora que en San Bernardino nos había explicado el proceso de nixtamalizado con tequesquite y el conjunto de sentidos del temazcal, hoy dispuso en el “muelle” del deportivo cada elemento de la ofrenda de primavera (de pedimento y agradecimiento). Ella nos ha contado su testimonio y reflexión sobre la colindancia y fricción de los dos modos contrarios con los que las comunidades viven estos tiempos. Originaria del área de Chalco, su pueblo, San Gregorio Cuautzingo, se ha transformado por la dupla viviendera con centro comercial edificada sobre los vestigios de las ladrilleras históricas de ese lugar, a diferencia del pueblo vecino, Cocotitlán, cuyo apego a las prácticas alimenticias en torno al maíz (ferias, hábito de llevar el grano al molino, la valoración de los platillos de uso habitual) ella piensa que se ha traducido en organización comunitaria para preservar el territorio, y en consecuencia recelar de la expansión urbanizante y resistir. La ofrenda de primavera en gratitud por la vida y los alimentos, además de imbricar los significados antiguos de los manojos de romero y ruda, las pencas de maguey, las flores de cuatro colores y el copal, conlleva ese diagnóstico, compartido por Virginia y sus amigxs, sobre el espacio y el tiempo actuales.

Ahora avanzamos sobre el flanco norte del cerro Chimalhuache. Los carros subieron las calles más empinadas adoptando poses de pequeños transbordadores amagando con despegar, y fueron estacionados en la base del domo. Desde que bajamos para seguir a pie inicia el efecto de los cerros y miradores hacia las ciudades, que parecen disociarlas del ruido y ofrecerlas como un invento sosegado. Después de pasar un socavón de tezontle, seguimos subiendo por la vereda. A unas tres cuartas partes de la altura de la ladera, hay una gruta. Dejamos las cargas de la ofrenda en ese punto y seguimos hacia la cima. El grupo se ha partido y algunxs nos retrasamos por vértigo o por no poder seguir el paso de lxs punterxs debido a alguna dolencia que empezó desde antes de este día. Finalmente alcanzo a mis compañerxs en la cima, pero me he perdido la charla que ahí tuvieron con Abraham. Cuando el viento vespertino refresca y comienza a arrastrar nubes de posible lluvia comenzamos a descender hacia la entrada de la gruta. La entrada está asolvada y hay que entrar agachadxs para llevar adentro los diferentes componentes de la ofrenda.  Podemos enderezarnos porque la bóveda se va ampliando a lo largo de unos 30 metros hasta una cámara alta con una claraboya natural traspasada por la luz del equinoccio. Hasta el punto de incidencia trasladamos la ofrenda y el eje ritual queda establecido. Nuestros anfitriones refrendan un lazo entre la vida y el seno germinal del alimento. Se suceden los agradecimientos, las libaciones de vino, comiendo y conviviendo, incinerando ocote para expresar algún pensamiento relacionado al sustento de la vida, y luego nos invitan a depositar los ramilletes de las flores sobre una fogata que suple al rayo solar conforme cae la tarde. Virginia y Abraham nos inducen al rito mostrándonos que la ofrenda distribuye su cosmos al acercarnos al fuego para decir y ofrecer. Hay otras personas, y esta práctica no busca propiciar la lluvia, sino el arraigo, reintegrar a miembros de la comunidad con la forma de vida sostenida por los brazos de agua que debajo de los cerros y el asfalto encuentran sus pasadizos y descargan donde habitan el pato, el ajayácatl, los charales, y crecen el romero lacustre, la lengua de vaca, el chilacastle, los quintoniles, el maíz, la calabaza, el frijol, los nopales, el rábano, el xoconostle y el chilacayote.

En algún momento siento ganas de salir de la gruta y mirar el panorama desde el terraplén donde está la entrada. Encuentro a dos compañeras sentadas a cada lado de la apertura. El oriente metropolitano es la réplica extendida del aglomerado de piedritas diminutas que forman el montículo reseco y gris de cualquier hormiguero. Ya lo salpican los halos de los alumbrados callejeros. Bajo la última luz del día se ve hacia el norte el lago Nabor Carrillo, y hacia el poniente la escultura de Sebastián que se añadió a la dimensión metamonumental que es la urbanización derramada. La convivencia ritual continúa adentro de la cueva, pero ya no entro de nuevo. Cae la noche y una ventisca portadora de un tirabuzón, quizá de desarraigo o de reticencia inexplicable me traspasa. Dos días después, sus efectos me hacen evocar ese panorama y escribo:


He sentido cómo a la noche

le sobramos para negar

lo que ella, inmensa y honda,

suavemente niega.

Que toda la tierra lotificada

le parece un aspaviento menor.

Que está fija y segura de un país de viento

sólo atenido a las lluvias primeras,

un frente de frescura sorda

al cemento. Un desplome

de brisas obstinadas que

ruedan desde los flancos

tupidos de bosque

y cruzan las azoteas indiferentes

para derramarse hasta Atenco y Tocuila.

Una letanía a la que

nada perturban las gárgaras

de la flema humana

y persiste en traducir

los cerros como lagunas

mediante cañadas con ríos.

Una convicción por

la superioridad del espacio

sobre la civilización.


Primeras flores y algarabía pajarera

también al silencio de la noche

terminan rendidas.


Y es la noche mezclada con viento de monte

el saber

que nos queda

luciente y oscuro,

sembrando en el aire

sonidos linguales bucales anfibios

del agua cabeceando soñolienta en su orilla lacustre

arrullando los romeros

pasando por las ramas

sus tactos aéreos.

Que la digamos o defendamos

si queremos,

pero que no le hacemos falta.

Que seguirá

regalando cadencias que

no sonaron en el día

ni acompañan acordes

la viscosa murga acumulativa

que al mundo

emplaya.


   A ese poema de aire negligente lo titulo “Chimalhuache”.