Enguichar


Curioso vocablo de consonantes nasales rematadas con látigo africado postalveolar sordo y cabo vibrante, el verbo pronominal enguichar (yo me enguicho, tú te enguichas, ella se enguicha…) no se encuentra en ningún diccionario de consulta en línea, ni en el Diccionario breve de mexicanismos de Guido Gómez Silva, ni en el Diccionario del español de México del COLMEX. Lo más cercano es el verbo transitivo guinchar, que significa “picar o herir con la punta de un palo”. Pues bien, la sensación de estar enguichado es como si millones de palitos diminutos te hirieran la piel. Eso pasa cuando andas en el campo de magueyes y con tu filero cortas las pencas verdes, azules, heráldicas, suculentas, ya sea para capar un manso, un carrizo o un chalqueño, ya sea para conquistar con facilidad el meyolote y raspar y succionar aguamiel con tu acocote, ya sea porque necesitas envoltorio pa´l chimbote o telita pa´l mixiote, o ya sea para hacerte tu xoma en que libar pulquito ¡toma que toma! y saber lo que es bueno en la vida. Cuando cortas una penca de maguey, de ella brota una ligera y babosa savia urticante cuyo contacto con la piel debes evitar si enguichada no quieres quedar. Enguicharse con la savia del maguey, sin embargo, es un padecimiento inevitable en la vida de tlachiqueras y tlachiqueros. No queda más que aguantar con estoicismo el enguichamiento hasta que la sensación dolorosa y el prurito picante desaparecen, lo cual sucede de pronto, sin que te des cuenta, mientras observas cómo el viento sobre las hierbas peina el pelaje los cerros.


Magueyera de monte


Evaporarse en la superficie y manar en lo profundo es la ley del lago. Los cuerpos, fuentes, vísceras, grutas y corazones que la acatan viven en régimen lacustre. Los tajos y cortes abruptos hechos a la tierra para minarla no evaporan nada, sólo la desaparecen. Evaporarse en esta esfera geológica nunca fue rebanarla, triturarla, secarla, abandonarla en la erosión. Deslindes de falsa índole entre lo vivo y lo inerte, captar que en donde el agua brota hay una sede de la vida planetaria, nos inscribe claramente en un continuo vital. De tal modo, la protección de los entes húmedos, la manera de cultivarlos sin destruirlos parece la habilidad humana que manifiesta aprecio por la vida en la tierra.

El maguey y su pinta de salpicadura en clave de cacto, como derroche organizado pero de infranqueable desaliño. Sus pencas absorben CO₂ como branquias de ciclo inverso y en alarde vigoroso le brotan pegaditos los hijuelos. Coas, cuchillos, raspadores y un espinazo que se incline a su centro entre las curvaturas de sus pencas, el magueyero se le acerca. Es el abridor que desvía la fuerza de la planta para un fin ligado a las personas. Le encuentra una entrada. Remueve las tiras espinosas suficientes, usa de estribo las gruesas cunetas cercanas al centro —y en otro chalqueño, hasta de asiento— encaja la coa, corta hasta el huevo casi a punto de nutrir el lanzamiento del quiote, detalla la herida y la cubre. Ya quedó el cajete. El tlachiquero se apea del maguey, le entrega a su compañera el huevo comestible, recoge las pencas tiernas que brotaban del meyolote y les desprenden telitas de mixiote como lienzos albinos. Ya estaba el silencio en el viento del monte, pero se le unió nuestro silencio.

El maguey capado empieza un paso de seis lunas para llegar al estado de lo que puede evaporarse, manar y evaporarse, para volverse lago, manantial, cántaro de fibra porosa y deslumbrante, una luna llena fraguada por la tierra, con frescura soberana de abismo intacto, cuenca secretora de miel que al cumplir su pasaje desvela coyotes.

En las faldas de estos cerros insólitos que no fueron devastados siguen manando los magueyes, evaporando y manando otra vez.

El sonido que sale del cajete del maguey al ser raspado es una buena respuesta a los altoparlantes del progreso, a los ecos de las detonaciones mineras que cimbraron sus raíces; descarnar de dos a tres veces por día los poros del mezontete a los cilios auditivos acicala como al lomo de un burrito de Otumba.

La mano del magueyero es una interfase, órgano que enhebra orbes de etiqueta separada y practica lo vegetal-humano-mineral: “No hay dos manos iguales al raspar el mismo cajete”. Al remover la piedra que protege su labor, dispone en cada exudación melosa el espejo mínimo del sol para guiñarle a la tierra profunda, luego regresa la piedra a hacer las veces de eclipse en mediodía. Conduce el estoma final del maguey durante meses hasta la última raspa.

En la iconografía histórica —Claudio Linati, Casimiro Castro, Edouard Pingret— el acocote o aditamento para succionar aguamiel es una alargada y bella semilla, que en la técnica adaptativa de la subsistencia lo hemos visto de botellas de plástico pet.  El borbollón del aire en la cosecha hace un sonido bufo. Entonces lo obtenido pasa al tinacal. Sin embargo, el tlachiquero en faceta de magueyero seguirá a cargo de la aparición y vida sucesiva de la constelación de lagos que es la magueyera a su cuidado: trasplantar hijuelos en el momento justo, con la orientación solar adecuada, a la distancia exacta entre plantas, para leer en cada una sus tiempos, sus plagas, sus desplantes y sus dulzores con precisión de abeja.

Que digamos que una vez, como equipo del Recetario biocultural del Lago de Texcoco, visitamos una magueyera que fue trabajada por un maestro y su familia —los Chávez— y el viento entre los pastos, las piedras, los pinos benévolos y las meticulosas espinas nos dejaron estar, saborear xomadas y, hasta en parte, comprender que entre ellxs y el maguey hay un continuo de vida.


Tu ojo se expande,

pulque de piña y apio:

beber espacio.


Nido de filos:

palma, sol y cuchillo.

Comimos flores.


Capan magueyes

y luego regeneran.

La mina no.