Virginia es una mujer joven y profesora oriunda de Chalco. Nos platica cómo las plazas comerciales y las unidades habitacionales están desalojando a los habitantes originarios y desplazan territorios de siembra en favor de la urbanidad.

Conoce los ingredientes porque su mamá y abuela le enseñaron cómo combinarlos y hacer las alquimias necesarias para no sólo alimentar a los cuerpos sino brindarles cobijo a través de sus preparaciones.

Profesora de kinder, enseña a los más pequeños desde el huerto. Nos reivindica el papel fundamental que tiene el patio como una unidad productiva hogareña de alimentos, de enseñanza sobre los ciclos de la tierra y de convivialidad.

Virginia ha encontrado un refugio de los saberes monotemáticos de la escolaridad obligada, en investigar sobre los saberes prehispánicos. El temazcal se le presenta como el vientre-cueva de curación colectiva.

Su formación sobre el pasado no proviene de ningún libro de texto federal, porque en aquellas letras nadie habla de chalco como parte de estos mapas de agua sólo se establece como la urbanidad periférica que no tiene espacio en el desarrollo de la gran metrópoli. Por ello, el pasado que ella nos construye en sus narraciones proviene de las palabras de abuelas, tías, madres, personas mayores quienes aún alcanzaron a ser habitantes de la orilla del lago y trabajaron la tierra.  

Virginia, nos enseña que el pasado es una construcción en disputa. Este pasado hecho sólo con documentos oficiales, ha negado maliciosamente y muy a propósito, los mapas de agua que brindaron alimento y formas específicas de vida a los antiguos habitantes y que ahora, se transforman en memorias que persisten a través de organización política, la oralidad y sabores.



Atole de maíz morado en vaso desechable de unicel.
Parece una contradicción lo que sucede cotidianamente. Los jóvenes de Chalco se ven aventados a la aspiración del progreso que muestra su atractiva invitación desde la urbanidad, les obligan a olvidar los colores del maíz y las posibilidades curativas del temazcal. Virginia no claudica, practica la dignidad desde el conocimiento de los ingredientes y la transformación de éstos en platillos.

El maíz morado da atole morado, belleza visual y olfativa, cuando se acaricia en la boca es una sensación tersa que llena el estómago con calorcito y apapachos.

Si bien, hay una narrativa de relacionalidad entre los ingredientes y las condiciones biológicas, para los habitantes no se trata de datos técnicos y discurso conservacionista, que muchas veces revictimiza a los habitantes del territorio, sino de los recuerdos afectivos que se trasladan en el tiempo a través de los sabores. Son las abuelas, mamás, abuelos, tíos, juegos con las primas y primos, los que resplandecen en un bocado y un sabor. Esos modos de vida, tan complicados de definir para el antropólogo experto, son afectos que se sienten en la lengua, el estómago, la garganta y el cansancio cotidiano de quienes trabajan la tierra y preparan los alimentos. Eso sí, la bendita necedad de su conservación no sólo tiene que ver con formas nostálgicas, sino que, el cuidado de las relaciones bioculturales implica no sólo la sobrevivencia sino el buen vivir.

Este buen vivir está alejado de adquirir algo en las plazas comerciales. El buen vivir deniega el progreso que se ha convertido en una monstruosa carga, sino que busca que los afectos construídos sostengan las relaciones de cuidado que cotidianamente se materializan, por ejemplo, en un atole morado que llega calientito al estómago y hace revivir al más fatigado espíritu.