El patio orillero en Texcoco




No a la manera de otras que una vaga
sombra insinúan en la vaga historia,
aún está verde y viva la memoria…
“El Golem”, JLB




Son fronteras los espacios donde la periferia urbana y el campo colindan. A veces se trata de un frente de casas idénticas, esa impresión de volúmenes ante el horizonte que Jorge Luis Borges y Horacio Coppola miraban en los suburbios bonaerenses de hace noventa años. A veces, los constructos aparecen como un archipiélago disperso sobre los terrenos, creciendo incluso sin dejar metros para hacer banquetas y agregando así otra placa gris al encuadre aéreo. En ambos casos se trata de configuraciones de la ciudad que suceden sobre un espacio que en algún punto se consideró vacío, improductivo y disponible, desligado de cualquier elemento que lo vincule a su realidad antecedente.

En San Bernardino, Texcoco, la frontera no sólo sucede entre lo urbano y lo rural, sino que se extiende hacia la dimensión entre lo lacustre y la corriente político-histórica de su desecación. Nuestro primer anfitrión del día, Abraham, nos lleva a una calzada agraria en la cual las casas tienen un espacio tradicional como primer elemento organizador del ámbito doméstico: la charca. Se trata de un recuadro con aspecto y maneras de lago en la entrada del hogar, que además de achinamparlo, lo protege de inundaciones y mantiene la humedad de los terrenos. Mediando entre cada casa y la vía, se forma una serie que borda a lo largo de la calzada puntos con tules, jarillas y hierbas acuáticas que las aves migratorias encuentran disponibles. Domesticar una parcelita de agua silvestre es la recreación de la antigua cercanía acolhua con las aguas vivas de la montaña, pero sobre un llano agrícola a través del cual se cumplen los tramos finales del río San Bernardino. Desde esta calzada con charcas, a una distancia variable hacia el poniente de entre quinientos metros y un kilómetro, según sea época de secas o de lluvias, el río aún aporta a la laguna Texcoco norte, vecina al lago Nabor Carrillo.

El notorio cuidado que pone cada vecino en la conservación de su parcelita lagunar de inmediato anula el tópico de lo vacío-improductivo-disponible respecto al medio en el que esas casas han estado desde tiempos remotos. Cada frente de esa vieja calzada agraria refrenda así la voluntad de trasladar los elementos del entorno a la escala de los usos cotidianos, en sentido análogo a lo que ha explicado el arqueólogo Rafael de Antuñano respecto a las pirámides teotihuacanas y su relación directa con los cerros circundantes.

Habiendo escuchado a las señoras Elvira y Araceli contarnos que desde niñas su cultura las integraba en el aprecio y la ingesta cotidiana del pato y demás animales, hierbas e insectos lacustres —charales, ahuautle, lengua de vaca—, narrarnos cómo el lago era el punto de encuentro vecinal al llevar cargas de ropa a lavar, y revelarnos que además de los chismes del día se comentaban asuntos de interés comunitario entre mujeres, vimos sus gestos al decir sus memorias de aquel Chimalhuacán de ensueño y observamos cómo sus manos preparaban la comida con familiaridad. Mientras nos contaban cómo las nuevas generaciones ya ven con rareza esas dietas, surgió la necesidad de proponer una categoría de reflexión ante escenarios así: la del cambio drástico y reciente en el territorio a favor de la urbanización.

Donde el verbo político se contorsiona hacia el pasado ancestral o hacia el futuro promisorio, y vela cargado de intención las condiciones de los cambios abruptos sobre el entorno haciéndolos pasar por algo consecuente con el signo propio de lo actual apremiante, se requiere postular que el cambio drástico y reciente en el entorno es un asunto público, y no de élites políticas ni de artimañas legalistas. La artificialidad de la desecación debe ser despojada de su apariencia de naturalidad y eterno presente: esta categoría propuesta comienza la tarea identificando las zonas de memoria que indican una ausencia apenas sucedida y por lo mismo rastreable, invocable, envés de una presencia no erradicada y capaz de revitalizarse. Dentro de tales zonas de memoria que señalan un cambio drástico y reciente se vuelven audibles y cruciales las marcas no humanas de la vida, como lo señala Abraham refiriéndose a la actual presencia de anfibios en San Bernardino y en Chimalhuacán: “los animales saben; si se dan, es que el agua todavía tiene posibilidades de vida”. El cambio cultural que desdeña la tradición lacustre no es una deriva inocente, sino un preparado más del Capitaloceno, cuyo cambio climático ha sido agudizado por una pandemia.

La charca tiene su análogo terrestre: el patio; no el rectángulo adoquinado o de cemento escobillado de las casas urbanas, sino el estricto apego al palmo de tierra usado para la convivencia y que en la vida rural ha formado al mismo tiempo parte de la casa y de la parcela de cultivo contigua. Ámbito híbrido, un adentro-afuera que reúne características de cada término, el patio funciona como microcosmos para una visión de mundo vinculada a los frutos del campo y el lago, amarrados por los cuatro elementos en su faceta organizada para la alimentación: tierra en las piedras del tlecuil, la apertura del patio y el viento, el agua de alimentos y canales, y el fuego del comal. De ahí la madeja de sentidos que desata la palabra tlecuil, poder evocativo de las palabras que en ese momento de la charla Abraham refirió al inicio del poema “El golem”, de Borges. Así incitado, recuerdo otro poema del amigo de Alfonso Reyes en el que la visión de aquellos patios australes parece aclimatada a lo que ahora vemos en San Bernardino. Con un verso breve de su poema “Un patio” —“Patio, cielo encauzado.” — lo establece como cauce de lo inmenso y natural que es parte del medio. Además, los versos siguientes, resuelven ese río en una desembocadura doméstica: “El patio es el declive / por el cual se derrama el cielo en la casa.”

El cielo como afluente rumbo al cuenco casero mediante el cauce propicio de un apantle cósmico. La misma noción de afluencia respecto a la tierra y las extensiones lacustres es la que nuestros anfitriones hoy siguen animando en sus patios texcocanos, como hace cuatro décadas también sucedía en Chimalhuacán. Retículas callejeras formadas por canales, charcas y caños para las aguas rodadas de los montes de la sierra del Tlaloc, el cerro Telapón y la sierra de Quetzaltepec; flanqueadas de tules, juncos y álamos robustos, ricas en arrastre mineral que propicia los procesos endémicos para el surgimiento del chilacastle —la hierbita acuática que nutrió al pato con entrañas de un rojo migratorio y volador propio de algunas manchas solares, y que ahora la luz de mediodía parece lamer como a cachorros mientras las desmembran las manos de doña Elvira—.

Es ante la dimensión comunitaria del patio en San Bernardino donde el poema borgeano retira sus claves al concluir: “[...] Grato es vivir en la amistad oscura / de un zaguán, de una parra y de un aljibe.” En San Bernardino el patio puede ser también ámbito de regodeo solitario, pero no en este día en que la faena rural, como jornada colectiva de trabajo, se enfoca en la preparación de los alimentos entretejida con la convivencia. Las palabras y los ritmos del palmeo formando tlacoyos y gorditas también sazonan. Las mujeres tejen un momento en el que todxs cabemos a partir de sus prácticas cocineras, y en su generosidad han enseñado a los hombres a preparar también los alimentos, como a Omar, hermano de Abraham, quien sin ostentación deja ver un sofisticado repertorio de técnicas y saberes culinarios. Las señoras Elvira y Araceli —madre e hija—, Concepción —quien trabaja en la piedra del lavadero—, la maestra Virginia —acomodando con sentido cada objeto, planta y recipiente sobre la superficie del patio— y Remedios —compartiendo su manera de mirar el ámbito lacustre surcado de ecotonos— practican la convivialidad ancestral que nos invita a alimentarnos acompañados de una energía doméstica festiva y consonante con el lago y la tierra. Patio y pato, ámbito y alimento, ponen a girar un tiempo ritual donde el arraigo germina como una hierba más de la exquisita “basura” con la que el ave fue cocida: xoconostle, cebolla de rabo, cilantro, chile de árbol y nopales regados con pulque.

El sabor del pato que prepararon dos mujeres, una mayor, de generaciones que vivieron la transformación aledaña de Chimalhuacán, concentraba entre exquisito y agreste el ámbito lacustre que las placas de la Pangea urbana lapidan. Expresa doña Elvira: “Da tristeza…ahora uno todo lo tiene que comprar”. Aunque las tradicionales armadas, o baterías de tubos cargados con municiones, lo volvieron mercancía además de alimento para las familias de los cazadores. La demanda decayó comparada con la de carnes y lácteos como fuentes proteicas. La relación alimenticia de las comunidades con los patos no sólo cambia por la dieta sino por las experiencias en la lucha.

La pequeña turbina que es el corazón del pato agrega un matiz al sorprendente sabor vegetal y con regusto a sardina fresca envuelto en una textura levemente arenosa. Ha sido el primero de los alimentos que sueltan el sello gustativo del espacio vasto que los produjo: un animal que cruzó norteamérica y se repuso del esfuerzo comiendo en las canaletas texcocanas su hierba acuática predilecta. El pato y el lago, los humedales, el chilacastle, las personas con memoria y arraigo, no son, en el 2021 pandémico, materia para el inventario de lo perdido.